Tania y su equipo se embarcan desde el Alto Golfo de California para navegar los mares de San Felipe, Baja California, y del Golfo de Santa Clara, Sonora, con la intención de encontrar, entre otras cosas, rastros de la vaquita marina, que se encuentra en peligro
Agencia Excélsior
El mar no necesita hablar para dejar testigos. A veces basta una gota de agua para saber que una especie pasó por ahí.
Ni escamas, ni huellas, ni cantos, sólo fragmentos microscópicos de ADN flotando entre la sal, como pistas de un mundo que se desintegra sin que lo miremos.
En una embarcación sobre el Golfo de California, Tania Valdivia, investigadora del Centro de Investigaciones Biológicas del Noroeste, sostiene un matraz con el mismo cuidado con el que otros sostendrían un fósil o una carta antigua: ahí, en ese líquido aparentemente inofensivo, podría estar el rastro de una vaquita marina o su ausencia.
Porque lo que esta bióloga marina hace es buscar vida sin verla, rastrear lo invisible, registrar una señal genética de un ecosistema que podría estar a nada del colapso.
Con mira al Golfo
Tania nació lejos del mar, en la Ciudad de México, pero desde joven supo que quería vivir con el océano como horizonte, consideraba que vivir cerca de la playa era una meta en su vida.
Estudió Biología en la UNAM, se formó en los laboratorios, pero fue en el fondo del Caribe —en específico en el Instituto de Ciencias del Mar y Limnología— al acercarse a investigadores para realizar su tesis, donde descubrió lo que verdaderamente la conmovía adentrarse en el mundo marino, un campo que encontró fascinante y completamente diferente a lo que se enseñaba en su carrera.
Desde entonces, su vida se convirtió en una travesía que ha pasado por Puerto Morelos, La Paz, Irapuato, Ensenada, Seattle y de nuevo La Paz, siguiendo rastros marinos que no siempre dejan mapa.
Tania ya se había sumergido en muchos mares. Hacía monitoreos clásicos: buceaba, contaba corales, anotaba especies visibles, las clasificaba, las observaba. Amaba ese trabajo, pero a veces resultaba desalentador: buscar un pequeño animal en medio del océano era como tratar de encontrar una hoja específica en un bosque; sin embargo, todo eso cambiaría.
El descubrimiento no ocurrió en un laboratorio, sino en altamar.
Durante su doctorado en Ecología Marina, se embarcó en un proyecto de genómica poblacional en el Golfo de California.
Ahí, en uno de esos barcos, conoció a una colega que trabajaba con una técnica que apenas comenzaba a explorarse: el ADN ambiental.
“Como parte de mi tesis, me invitaron a un barco de investigación que iba a pasar en el Golfo de California para recolectar muestras. Iba una chava que estaba haciendo el doctorado en la Universidad de Arizona y ella estaba recolectando ADN ambiental. Ahí fue cuando yo empecé a enterarme de esas técnicas de ADN ambiental”, recuerda.
La idea de detectar organismos sin verlos —a partir de las huellas moleculares que dejan al respirar, al alimentarse, al vivir— le pareció fascinante. En ese instante, algo hizo clic.
Comenzó a estudiar la técnica, a aplicarla, a imaginar sus posibilidades para los ecosistemas mexicanos.
Descubrió que, gracias a esos rastros invisibles, se podía conocer qué especies habitan un lugar sin necesidad de capturarlas, sin redes, sin trampas. Era una forma de hacer ciencia sin invadir, de registrar la vida tal como ocurre, en silencio.
“Pensemos en el mar como una sopa de todo lo que vive ahí… Hay ADN de peces, invertebrados, mamíferos marinos, y también hay ADN de organismos microscópicos”, explica la bióloga marina.
EN BUSCA DE VAQUITAS
En ese mar que parece calmo, pero carga siglos de devastación por redes de pesca invisibles y pesca ilegal, la vaquita marina es la silueta más frágil. Su búsqueda no comienza con binoculares ni redes, sino con filtros, hieleras y litros de agua recogidos
cuidadosamente.
Tania y su equipo se embarcan desde el Alto Golfo de California, navegan por los mares de San Felipe, Baja California y del Golfo de Santa Clara, Sonora, para tomar muestras y conservarlas con extremo cuidado.
Ya en el laboratorio, extraen el ADN del agua, lo amplifican, lo comparan con bases de datos y si hay suerte aparece una señal. Un fragmento genético diminuto que coincide con Phocoena sinus, nombre científico de la vaquita marina.
No hay forma de saber si ese rastro es de ayer o de hace semanas. Además, revela algo más profundo: qué otras especies la rodean, cómo se comporta el ecosistema, qué amenazas la acechan. Cada hallazgo no es solo una señal de vida, sino un mapa para protegerla mejor.
A finales de 2023, una expedición conjunta entre Sea Shepherd y la Marina Armada de México estimó que quedaban apenas entre seis y ocho vaquitas marinas en libertad. Aunque se identificó una cría ese año, en 2024 no se registraron nacimientos nuevos, y el riesgo de extinción sigue siendo extremo.
CIENCIA EN EL MAR
Cuando Tania extrae agua del mar no busca certezas, sino rastros y moléculas perdidas, un hilo de presencia donde todo parece ausente.
La acción es simple: abre una botella, la filtra, congela el contenido, pero en ese gesto meticuloso hay algo más que método: hay paciencia, como si en esa gota que contiene el ADN de una especie en fuga pudiera caber todavía una historia completa.
Tania vive en La Paz, un lugar en donde el mar es rutina, los atardeceres son buenos acompañantes y en el que se ha enamorado de la ecología y la evolución de la región noroeste de México, especialmente el desierto Sonorense y el Golfo de California; sin embargo, en lo que podría verse una tranquilidad, también se expresa una preocupación profunda por la devastación ambiental y la falta de control en otras zonas de México como está pasando a unos metros, en un laboratorio de la UNAM de Quintana Roo, donde colabora en una investigación relacionada con ADN ambiental.
Ser científica, dice, no es sólo conocer, es permanecer, acompañar, escuchar.
A veces, su labor se parece más a la de una cronista del mar que a la de una investigadora. Recorre costas, recoge fragmentos, anota.
“Lo que hacemos los científicos no sólo es hacer ciencia de laboratorio y generar datos, sino que es importante que nos involucremos también más en problemáticas tan complejas que afectan la biodiversidad”, apunta.