Agencia Excélsior
Transportémonos al mundo homérico, un planeta idéntico a la tierra a excepción de que, como su nombre lo indica, nadie ha gozado del sentido de la vista. ¿Acaso la enigmática Mona Lisa y la pintoresca Noche estrellada son arte para los habitantes de este mundo? Extendiendo la pregunta, ¿existe el arte visual en estas tierras de ciegos?
Ahora, imagínese que, por revelación divina, descubre que la concepción de ‘El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha’ no fue a través del maestro de la pluma, Miguel de Cervantes Saavedra, sino que fue producto del tecleo aleatorio de un chimpancé sentado frente a una máquina de escribir; ¿perdería su puesto en lo más alto de la pirámide de la genialidad del intelecto humano? ¿Se le excluiría del reino artístico?
Estas preguntas, a través de la visita a las periferias existenciales del arte, sumergen al pensamiento en la búsqueda de los elementos fundamentales que componen a éste; se recorren los límites donde lo superfluo se vuelve escaso y lo esencial la norma. Refléjase en el armado de un rompecabezas—especialmente si el número de piezas es abrumador—, donde la estrategia por excelencia es comenzar por ensamblar los bordes para así delimitar los posibles acomodos del resto de partes. Cuando una idea es tan intrincada que rompe cabezas, algo análogo se puede lograr al aventurarse en preguntas que recorren las delgadas líneas de los extremos donde la existencia se comienza a difuminar.
Esta herramienta ha sido empleada para construir el saber de la humanidad por los más insignes arquitectos intelectuales a lo largo de los tiempos. Someter a riguroso juicio los casos límite de un argumento ha probado ser efectivo para determinar la validez y los dominios del mismo. La propia definición de ser humano ha sido moldeada por las rotundas manos de este método. Recordemos cuando los alumnos de Platón cuestionaron, deseantes de sabiduría, la esencia de este concepto; el padre de la filosofía occidental cesó, canalizando las enseñanzas de Sócrates, la duda al replicar que el humano es el único bípedo sin plumas. No obstante, “He aquí el hombre”, Diógenes, tras enterarse de semejante barbaridad, enunció irreverente mientras conquistaba la academia armado con una gallina desplumada en la mano. De este modo, mediante el razonamiento radical de la idea, el cínico tornó manifiestas las falencias de dicha definición, mostrando que no era una representación fidedigna de la esencia humana.
Como Diógenes, el Perro, nos dedicaremos a presentar situaciones y preguntas radicales para cuestionar la esencia, en este caso, del arte; incitamos vehementemente al lector a contestar las preguntas presentadas, liberando al esteta–aquel que valora la belleza del arte sobre todo–que lleva dentro. No espere encontrar respuestas, sino el mapa para poder hallarlas por sí mismo.
Al ser un concepto con aristas y matices en demasía, abordemos la pregunta desde el sentido común: fragmentemos aquello que se considera arte para determinar, desde la intuición, qué es esencial; se puede ir del objeto particular a la idea general, extrapolando, pues, sus características fundamentales.
Partamos, entonces, de la siguiente pregunta: para usted, ¿qué tiene un mayor valor artístico: la Novena sinfonía de Beethoven, ‘Bohemian Rhapsody’ de Queen, ‘Baby’ de Justin Bieber o la porra de las Águilas del América? De manera más general, ¿todo arte se encuentra en el mismo nivel artístico? Naturalmente, al andar por la respuesta, se trazan tres caminos a tomar: (1) el arte como un espectro donde, si bien diferentes ya sea por sus dotes históricos, estéticos o culturales, una obra no es más artística que otra–quizás una sea de mayor agrado para quien la contempla, pero eso no implica que la otra pierda valor en esta catalogación–; (2) el arte como una categoría sin subdivisiones, donde una obra, tajantemente, es o no es arte; y, finalmente, (3) el arte como una clasificación cuantificable u ordenable donde ciertas piezas son más artísticas que otras. Ahondando en la última vertiente, ¿es más artística ‘Bohemian Rhapsody’ o ‘Baby’? ¿Y si ahora comparamos la Novena y el himno americanista? En el caso donde alguna sea ajena al mundo artístico, nos preguntamos ¿dónde empieza una obra a ser arte?
Consideremos, a colación de la duda anterior, una obra puntillista del barco de Teseo zarpando de Creta tras combatir al Minotauro. Supongamos que el flujo del tiempo arrebata paulatinamente punto por punto de la pintura. Después de que el primero haya sido borrado, ¿mantiene el cuadro exactamente la misma artisticidad? ¿Se conservan los fundamentos artísticos–los mensajes transmitidos, el peso cultural y demás–o cambian–quizás perdiéndose parcialmente–debido a un único punto? ¿Cuántos puntos habrán de ser removidos para que el cuadro carezca de sentido artístico? Resulta pertinente meditar en este punto en qué momento una obra se vuelve artística: ¿será cuándo la última gota de pintura abrace el lienzo o hasta que la obra permee un alma consciente transmitiendo un sentido?; ¿cuándo la idea emerja en el intelecto del artista tras una visión de inspiración o hasta que la pieza se aloje en una habitación donde la gente la alabe por su belleza artística?; ¿acaso el arte nace solamente cuando es el resultado de lo que un artista engendró?
Esto nos retrotrae a la clásica pregunta por el huevo y la gallina: ¿es el arte el que precede y hace al artista o viceversa? De contestar en favor de la segunda, debemos argumentar, si no el arte, qué define a este individuo; ¿qué atributos o cualidades le otorgan el don de la creación? Y, deshilvanando ese hilo de pensamiento, es necesario, además, cuestionar si todo lo que hace un artista es arte. Recordemos aquí ‘Mierda de artista’, la polémica obra conceptual de Piero Manzoni quien, satirizando el culto al artista y el consumismo en este estrato, defecó en 90 latas de aluminio, alegando con cierta carga irónica que, al ser él un renombrado artista, su excremento debía, según la creencia popular, ser arte. Escoger la segunda como respuesta trae consigo, pues, ruinosas falencias.
Centrémonos, entonces, en la primera: el arte es el que implica al artista. Surge aquí inevitablemente la interrogante sobre el mono escritor y el Quijote planteada al inicio de este texto: ¿el arte siempre tiene como una de sus consecuencias al artista o, en ocasiones, es totalmente autosuficiente? Además, ¿el artista debe ser consciente? De ser así, ¿éste requiere de alguien que lo encamine conscientemente?
Penetrando más la esencia del arte y desafiando las posibles respuestas a las preguntas previas, considérese a un niño jugando con óleo que, sorpresivamente, aventó la paleta de colores hacia el mural del cuarto pintando ‘La última cena’ de Da Vinci. Suponiendo que el italiano nunca pintó la obra, ¿sería arte este fortuito azar de colores en la pared? Para ciertas mentes–sobre todo las de algunas élites de artistas–, la técnica–el encaminamiento consciente e instruido–es necesaria para que algo pertenezca a dicho reino. A su vez, para muchos otros, el arte no radica en quién y cómo lo hace, sino en lo que transmite a quien aprecia la obra en cuestión. Para ellos, el arte depende solamente de la contemplación en acto o en potencia.
Retrotrayéndonos a la pregunta del mundo homérico y la Mona Lisa, cuestionemos si quien aprecia le da sentido y fundamento al arte. Más aún, preguntémonos qué pasaría si un artista sepultase una obra literaria magnífica en lo recóndito de un baúl donde no será encontrada nunca más: ¿se consideraría como arte aquel texto? ¿Acaso es menester que el escrito entre en contacto con un ser consciente para que empiece a serlo—considerando, pues, al arte como una cualidad epistemológica, o sea, que surge específicamente a partir de la relación en acto entre la obra y el sujeto—? ¿O el transmitir de un obra y su contacto con un ente consciente es necesario pero solamente en potencia—siendo el arte una cualidad epistemológica en potencia, es decir, que surge a partir de la potencial relación entre la obra y el sujeto—? ¿Es el arte independiente, como ya fue planteado, de si se lee o, de manera general, se contempla o es ‘sine qua non’ (característica «sin la cual no» puede ser) el observador para que éste exista como tal?
Dejando esas preguntas a consideración del lector, pero continuando la investigación por el rol de quien aprecia las obras, exploremos las fronteras de la esencia del mensaje que el arte ha de transmitir–si alguno–para poder ser. Siguiendo el sendero que traza esta pregunta, se abren puertas a la siguiente cuestión: si un inexperto fotógrafo, carente de técnica alguna, visita las bellas tierras de Agra, en la India, y fotografía mecánicamente—sin búsqueda de perspectiva, contraste y armonía en colores—al magnánimo Taj Mahal, ¿es arte la fotografía o únicamente aquello retratado–el propio mausoleo–? ¿Y, por el contrario, si la foto requirió de un inmenso esfuerzo técnico y creativo para inmortalizar un momento extraordinario, dándole así la oportunidad a los observadores de contemplar una perspectiva única? Y si la imagen fue capturada con el deseo de expresar paz y tranquilidad pero fracasa, mandando un mensaje de caos y desesperación: ¿es arte está foto? Fundamentalmente, estamos indagando acerca de si es necesario que el arte transmita un mensaje basado en la inspiración de la pieza, y, en caso de serlo, de si ha de aportar intencionadamente una novedad al reino del filosofar–una sinergia de los elementos que fueron encaminados en la obra–para formar mundos nuevos.
Estas preguntas, como báculo que sostiénenos de caer en la ignorancia, permiten el flujo de ideas que alimentan nuestro entender del arte. Sin embargo, nada más se accede a fragmentos de la esencia en un rincón del saber. Dichas esquinas delimitan su extensión, esculpiendo una forma estabilizadora, propagando armonía a los diversos componentes fundamentales para que las interacciones entre ellos den lugar al ser de este concepto.
Encarnada en duda, la búsqueda del conocimiento no suele ser de diáfana resolución, mas, si se cuenta con la humildad para saber que uno se halla a menudo batallando en tierras inciertas, el propio intento por inquirir en las cuestiones conlleva un inconmensurable valor intelectual; inclusive a aquello abrazado por los signos de interrogación se le puede atribuir en sí mismo una propiedad similar, pues delimita los fértiles terrenos del desconocimiento donde, si el pensador se atreve a saber–‘sapere aude’–y emprende la exploración de lo inexplorado, la mano de la razón plantará semillas que eventualmente germinarán el fruto de la sabiduría.